Me senté en una banqueta del costado - como siempre, en una milonga donde hace mas de una década
no pisaba. Al lado tenía un trío de
muchachos que compartían un plato de aceitunas. Me mató el olor. Detesto las
aceitunas. Sin embargo, los lugares junto a la puerta tienen su que se yo:
estás adentro y, si te agarra un ataque de pánico enfilás rápido a que la oscura y abrasadora noche te salve. Y la música en esa milonga suena fuerte.
Recontra fuerte. Y está bueno cómo te retumban los sonidos en el pecho.
De pollera corta, sin
medias por supuesto. No abundaban los
milongueros pero, con ver músicos tangueros envueltos entre humareda bajo luces azuladas iluminando sus rastas me
sobraba. Total, si quería algún mimito no faltaban gatos
refregándose sobre mis tobillos.
Y, la noche con su olor a noche áspera y ajena, se metió
hincándome la soledad y la paciencia cuando uno de esos que dicen “ el que toca
nunca baila” me tocó dejando huellas. Al final una va a la milonga a que suceda
el reencuentro con uno de esos que hace
poco o hace tanto tiempo dejó su marca en tu cuerpo. Algo rota, derrotada y en cadenas...
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